Esta vez escribo en voz baja. Sin afán de provocar ni de arrancaros una sonrisa. Escribo mirando esta foto impresionante de mi compañero Óscar Naranjo en la que el tiempo parece estar conteniendo la respiración. La miro en silencio y me parece escuchar latir un corazón. ¿Lo oís? No sé si es el mío, el de esa mujer retratada o el de todas las mujeres del Sahel latiendo al unísono. O tal vez sea un tam-tam lejano, como una llamada de urgencia, una invitación a mirarlas, a ellas, que son las que más sufren las consecuencias crueles de la pobreza, la desigualdad y el hambre.
Casi todas las mañanas, al ir a la oficina me cruzo con una mujer que no es la de la foto pero podría serlo. Vive en una chabola enfrente de mi casa. Es normal en Dakar que modernos edificios de nueva construcción convivan en la misma calle sin asfaltar con pequeñas viviendas precarias, consistentes en tablones de madera e inestables láminas de chapa. Nunca nos hemos hablado y ni siquiera sé su nombre, pero todas las mañanas nos miramos, ella con curiosidad, yo con discreción. A mí me impresiona lo bellísima e impoluta que sale de su cubículo cada mañana, rodeada de niños. Admiro su porte, su piel de raso, sus hermosos senos, su ropa colorida e impecable. Me temo que ella, por su parte, solo piensa en mí como “esa pobre mujer, blanca, esmirriada y sola, sin hijos ni hombre que la quiera”. Para mí, ella es el paradigma de la mujer africana, para ella, yo debo de ser el prototipo de mujer europea. Estereotipos los dos, pero seguramente no tan alejados de la realidad.
Lo cierto es que yo sí tengo hijos y algún que otro hombre me ha querido alguna vez. Pero lo que ella no sospecha y quizás no pueda imaginar, es que yo podría haber elegido no ser madre o podría tener una relación sentimental con otra mujer, o incluso tener hijos con ella si así lo deseara. Lo que nos diferencia no es el color de nuestra piel, la ropa que lucimos o las casas en las que vivimos, sino la desigual capacidad de elección y de decisión sobre nuestras vidas. Es verdad que la libertad es relativa, pero la posibilidad de elegir, de decir sí o no, es un hecho objetivo.
En el Sahel las mujeres no eligen. No eligen casarse con trece años o menos, no eligen tener hijos y no eligen verlos morir de hambre en sus brazos. En Níger, la esperanza de vida de una mujer es 56 años y 1 de cada 7 niños muere antes de su quinto cumpleaños, pero sólo el 5% de las mujeres utiliza métodos anticonceptivos seguros. En Mali, Burkina Faso o Mauritania alrededor del 70% de las mujeres fueron mutiladas en su infancia. Aunque esta práctica va desapareciendo poco a poco en muchas comunidades, se estima que a tres millones de niñas todavía les cortan el clítoris cada año en África. En Chad, 1 de cada 10 mujeres muere durante o tras el parto. En Nigeria, una mujer recibe una media de 6 años de educación a lo largo de su vida y el 50% por cierto de las mujeres –niñas- se casan antes de los 15 años. ¿Pensáis que eligen ellas a sus maridos?
Demasiadas mujeres y niñas en esta región son esclavas de la tradición, la religión y la pobreza. Ellas mismas serán agentes de cambio y romperán esas cadenas cuando puedan salir de la prisión del hambre, se garantice su derecho a la educación y tengan acceso a la información. Para poder elegir hay que tener opciones. La cooperación internacional y la ayuda al desarrollo pueden ayudar a generar esas opciones. Pero no será suficiente, necesitarán que estemos a su lado para luchar contra el atavismo y reivindicar su derecho a vivir de acuerdo con sus deseos y a decidir sobre su sexualidad, su maternidad y su salud. Esta es aún la lucha permanente de muchas mujeres en todo el mundo.
Nunca luciré tan resplandeciente por las mañanas como mi vecina. Eso es racial y además, por mucho que yo me acicale, lo mío por las mañanas no tiene arreglo. Pero lo que sí tiene solución, en lo que sí podremos parecernos algún día y por lo que nunca dejaré de pelear, es que tanto sus hijas como la mía tengan la posibilidad de elegir y sean las únicas dueñas de sus destinos. Sin hambre, sin miedo, sin cadenas, en color o en blanco negro, como ellas prefieran y decidan libremente.
Mañana sin falta le pregunto su nombre.
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Lo cierto es que yo sí tengo hijos y algún que otro hombre me ha querido alguna vez. Pero lo que ella no sospecha y quizás no pueda imaginar, es que yo podría haber elegido no ser madre o podría tener una relación sentimental con otra mujer, o incluso tener hijos con ella si así lo deseara. Lo que nos diferencia no es el color de nuestra piel, la ropa que lucimos o las casas en las que vivimos, sino la desigual capacidad de elección y de decisión sobre nuestras vidas. Es verdad que la libertad es relativa, pero la posibilidad de elegir, de decir sí o no, es un hecho objetivo.
En el Sahel las mujeres no eligen. No eligen casarse con trece años o menos, no eligen tener hijos y no eligen verlos morir de hambre en sus brazos. En Níger, la esperanza de vida de una mujer es 56 años y 1 de cada 7 niños muere antes de su quinto cumpleaños, pero sólo el 5% de las mujeres utiliza métodos anticonceptivos seguros. En Mali, Burkina Faso o Mauritania alrededor del 70% de las mujeres fueron mutiladas en su infancia. Aunque esta práctica va desapareciendo poco a poco en muchas comunidades, se estima que a tres millones de niñas todavía les cortan el clítoris cada año en África. En Chad, 1 de cada 10 mujeres muere durante o tras el parto. En Nigeria, una mujer recibe una media de 6 años de educación a lo largo de su vida y el 50% por cierto de las mujeres –niñas- se casan antes de los 15 años. ¿Pensáis que eligen ellas a sus maridos?
Demasiadas mujeres y niñas en esta región son esclavas de la tradición, la religión y la pobreza. Ellas mismas serán agentes de cambio y romperán esas cadenas cuando puedan salir de la prisión del hambre, se garantice su derecho a la educación y tengan acceso a la información. Para poder elegir hay que tener opciones. La cooperación internacional y la ayuda al desarrollo pueden ayudar a generar esas opciones. Pero no será suficiente, necesitarán que estemos a su lado para luchar contra el atavismo y reivindicar su derecho a vivir de acuerdo con sus deseos y a decidir sobre su sexualidad, su maternidad y su salud. Esta es aún la lucha permanente de muchas mujeres en todo el mundo.
Nunca luciré tan resplandeciente por las mañanas como mi vecina. Eso es racial y además, por mucho que yo me acicale, lo mío por las mañanas no tiene arreglo. Pero lo que sí tiene solución, en lo que sí podremos parecernos algún día y por lo que nunca dejaré de pelear, es que tanto sus hijas como la mía tengan la posibilidad de elegir y sean las únicas dueñas de sus destinos. Sin hambre, sin miedo, sin cadenas, en color o en blanco negro, como ellas prefieran y decidan libremente.
Mañana sin falta le pregunto su nombre.
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